Koovakad: “Nostra aetate”, un impulso para actuar hoy también por la paz
Giada Aquilino – Ciudad del Vaticano
Un momento de “punto de inflexión” en la historia de la Iglesia católica. Así define el cardenal George Jacob Koovakad, prefecto del Dicasterio para el Diálogo Interreligioso, la Nostra aetate, la declaración del Concilio Vaticano II sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.
El purpurado lo subrayó hoy, jueves 16 de octubre, durante su intervención en el Santuario de Fátima, en el evento conmemorativo por el 60º aniversario del documento, promulgado por San Pablo VI el 28 de octubre de 1965. En el encuentro, promovido por la Conferencia Episcopal Portuguesa, el cardenal Koovakad centró su reflexión en la génesis, la importancia y también la actualidad de la Nostra aetate.
El documento, destacó, “determinó fundamentalmente un cambio en la actitud de la Iglesia católica hacia las otras religiones”, exhortando a “promover la unidad y el amor entre todos” mediante el diálogo y la colaboración. La Nostra aetate, añadió, “abrió así el camino a un impacto transformador en la vida de la Iglesia, inaugurando una nueva era de relaciones respetuosas entre los católicos y las personas de todas las demás tradiciones religiosas”.
El origen del documento
Al repasar el proceso que llevó al nacimiento de la declaración, el prefecto del Dicasterio señaló los muchos factores que influyeron en su redacción. Entre ellos, “la ira y la repulsión” provocadas por el Holocausto (Shoah), que causó la muerte de seis millones de judíos.
El cristianismo, recordó, fue acusado “por los judíos de complicidad o indiferencia ante toda aquella tragedia”. Creció así “la conciencia de que la Iglesia debía acercarse a los judíos y al judaísmo de un modo distinto del tradicional ‘enseñamiento del desprecio’”, como lo definió el renombrado estudioso judío francés Jules Isaac, él mismo superviviente del Holocausto, quien llegó a reunirse con San Juan XXIII.
San Juan XXIII y San Pablo VI
Trece años después del fin de la Segunda Guerra Mundial fue elegido Papa Giovanni Roncalli, el “Papa bueno”, recordó el cardenal, quien convocó un Concilio Ecuménico “para renovar y actualizar” la Iglesia católica en respuesta a los desafíos del mundo moderno, promover la unidad de los cristianos y hacer que la Iglesia tuviera un enfoque más pastoral en su misión evangelizadora.
Tras su muerte, Giovanni Battista Montini, San Pablo VI, “se ganó con justicia el título de ‘Papa del diálogo’” por sus “esfuerzos pioneros encaminados a iniciar y fortalecer el diálogo entre la Iglesia católica, las demás confesiones cristianas, las religiones del mundo y la sociedad en general”.
Esto se manifestó especialmente a través de su primera encíclica, Ecclesiam suam, y de sus viajes internacionales, “una novedad absoluta en la historia del papado”. En esa encíclica, observó Koovakad, usó 67 veces la palabra ‘diálogo’, que entró así “por primera vez” en el vocabulario católico, invitando “a la Iglesia a dialogar con las religiones, las culturas y las personas de buena voluntad”.
Fue en 1964 cuando la Declaración sobre los judíos (Decretum de Iudaeis) —cuya primera versión se remontaba a algunos años antes— se presentó al Concilio, y surgió el impulso de redactar un documento que abarcara no solo el judaísmo, sino también el islam y las demás religiones del mundo.
El tiempo presente
Hoy, la importancia de la Nostra aetate, señaló Koovakad, “atraviesa el presente y se proyecta hacia el futuro, con perspectivas de nuevas colaboraciones interreligiosas marcadas por la promesa de construir cada vez más juntos la paz y de fortalecer la armonía”.
Porque lo que hace 60 años exigía “una redefinición de la relación de la Iglesia católica con las personas de otras tradiciones religiosas, especialmente con los judíos, sigue enviándonos un llamado urgente a actuar en favor de la paz, la fraternidad y la solidaridad en nuestro tiempo”, cuando se presencian “violaciones de derechos, violencias contra civiles inocentes y agresiones territoriales que generan un clima de guerra y fermentos de miedo, odio y discriminación”, incluso basados en la identidad “nacional o religiosa”.
Durante los últimos sesenta años, el documento ha contribuido “enormemente” a mejorar las relaciones entre los cristianos y los demás, en especial con los judíos y los musulmanes, “transformando representaciones negativas seculares y estereotipos dañinos, hostilidades y animosidades en respeto mutuo, comprensión, reconciliación, empatía, diálogo y colaboración por el bien común”.
La Nostra aetate también hace referencia al hinduismo, el budismo y otras religiones, alabando “su rica espiritualidad”.
La contribución de cada Papa
El diálogo interreligioso —entendido como un “encuentro” entre personas, pero también de corazones, mentes y proyectos “con perspectivas de paz y armonía”, en el que se cultiva “una amistad respetuosa a pesar de las diferencias y diversidades”— ha crecido y se ha ampliado.
Cada Papa ha contribuido, “a su manera”, a promoverlo, en un contexto donde “los desafíos globales se han multiplicado y se han vuelto más complejos”.
Por eso, “los principios y el espíritu de la Nostra aetate son igualmente relevantes, si no más, en nuestros tiempos”, sin olvidar que las religiones son fuente “de fraternidad y solidaridad” y, al mismo tiempo, como recordó León XIV, “de sanación y reconciliación”.
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