Una doméstica filipina al Papa: “Yo, migrante, ayudo a los refugiados en Líbano”
Loren Capobres
Santo Padre,
hoy me encuentro frente a Usted no solo como miembro de nuestra Iglesia, sino también como migrante.
Me llamo Loren, soy de Filipinas y vivo y trabajo aquí en Líbano como doméstica desde hace diecisiete años. Como muchos migrantes, dejé mi hogar no porque quisiera, sino porque lo necesitaba, para construir un futuro mejor para mi familia y para las personas que amo.
Mi viaje no siempre ha sido fácil. Pero incluso lejos de casa, encontré un propósito, no solo en mi trabajo, sino en el servicio a los demás. Hago voluntariado con Couples for Christ Lebanon, el Arrupe Migrants’ Center y en mi parroquia, Saint Joseph Tabaris, que ahora considero mi segunda casa.
Durante la guerra, muchos migrantes no tenían a dónde ir. Con la ayuda del Servicio Jesuita para Refugiados, nuestra iglesia se convirtió en un refugio. Me sentí orgullosa de servir allí, aunque yo también era huésped de ese refugio. Conocí a personas que habían dejado todo atrás, destruidas no solo por la guerra, sino también por la traición y el abandono.
Una historia que llevo en el corazón es la de una joven pareja: James y Lela.
James, un conserje sudanés, y Lela esperaban a su segundo hijo. Cuando estalló la guerra, su empleador los encerró en casa mientras caían las bombas cerca. Luego, el empleador huyó, dejándolos atrapados sin salida.
Pero James y Lela se negaron a rendirse. Aunque el sistema kafala, que ata a los trabajadores a sus empleadores, significaba que perderían el trabajo y la residencia, lograron liberarse. El día en que nació su hija, caminaron durante tres días hasta llegar a nuestra iglesia.
Cuando los vi, se me rompió el corazón. Imaginen: una madre que acaba de dar a luz camina durante tres días, llevando consigo al recién nacido, al esposo y a su hijo de tres años. En su valor vi la luz de Dios brillar incluso en los momentos más oscuros.
Nuestro párroco comienza cada misa con las palabras: “BIENVENIDOS A CASA”. Estas palabras nos dan esperanza, recordándonos que, como migrantes, nunca estamos solos y que el amor de Dios nos rodea incluso lejos de casa.
Los migrantes como yo no somos solo trabajadores. Somos colaboradores, contribuyentes de este país, ayudantes, constructores. Traemos nuestra cultura, compartimos nuestros valores, ofrecemos nuestros talentos y abrimos nuestros corazones. Cuidamos a los niños, cocinamos, limpiamos las casas y llevamos cargas, a menudo en silencio. Y, sin embargo, también llevamos esperanza.
A través de la misión de nuestra Iglesia, he visto milagros, no siempre grandes, sino pequeños gestos de amor que cambian vidas. Continuemos esta misión juntos —como un solo cuerpo en Cristo— alcanzando a nuestros compañeros migrantes, a los perdidos y a los afligidos. Agradezco a Dios por permitirme servir, amar y llevar esperanza donde más se necesita.
Gracias, Santo Padre.
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